Mientras algunos iluminados profetas de la industria discográfica proclaman a los cuatro vientos que “el rock ha muerto”, a punta de discos brillantes y patadas en la cara (literal), los Queens of the Stone Age se han encargado de demostrar lo contrario. Eso sin importar que los Grammys los ignoraran premiando a un grupo de segunda división, o que por primera vez no se televisara la premiación a los exponentes del género.
Y es que más allá de discusiones estériles, la banda liderada por Josh Homme ha optado por el camino difícil: publicar discos ambiciosos, con la clara aspiración de que se transformen en clásicos inmediatos, en una época de orfandad en que los dioses del rock entraron en clara fase de extinción.
Algunos dirán que lo mejor de la banda oriunda de Palm Dessert quedó a principios de la década pasada, entre la energía juvenil y la rabia desatada de discos fundacionales como Rated R o Songs for the Deaf. Sin embargo, para quienes no se han perdido capítulo de su evolución, es evidente que Like a Clockwork (2013) y Villains (2016) marcan un hito importante para una banda que se aproxima a cumplir 25 años: la madurez.
Una madurez que han alcanzado corriendo riesgos y buscando nuevos derroteros para un género que está lejos de agotarse. De la mano del productor Mark Ronson, más conocido por su trabajo en el pop con Adele, Lady Gaga o Amy Winehouse, Villains emerge como un disco tal vez más bailable, aunque el anglicismo preciso sea groovy. Un coqueteo bastante engañoso con lo comercial, para un trabajo que sabe ser al mismo tiempo oscuro y sensual, profundo e irónico, melódico y corrosivo.
Y es que, Homme deja que el diablo meta la cola deslizando en sus letras referencias de su intensa biografía, en un ejercicio que puede resultar tan sanador como condenatorio. Una provocación que resume en la canción que cierra y que da nombre al disco: “Sé que la vida sigue/ eso es lo que me asusta tanto/no tengo intenciones de dejarlo partir”.