La forma del agua
11 de Febrero 2018 | Publicado por: Esteban Andaur
Es la película más laureada del año. Luego de triunfar en el Festival de Venecia ganando el León de Oro, es la más nominada a los Premios de la Academia con 13 nominaciones.
La forma del agua (2017), filme de Guillermo del Toro ganador del León de Oro en el Festival de Venecia, empieza con una secuencia subacuática. La cámara ingresa a un apartamento donde las cosas flotan, y entre las burbujas turquesas, escuchamos una hipnótica narración de un hombre que aún no vemos en pantalla. Se refiere a una princesa sin voz, quien duerme plácidamente en un sillón. De pronto el agua se desvanece y aparece la gravedad. Estamos en Baltimore a principios de los 60, y la música elegante y espumosa es de Alexandre Desplat.
El apartamento de Elisa (Sally Hawkins), una mujer muda, está ubicado encima de un cine poco concurrido. Su vecino es, además, su mejor amigo y nuestro narrador, Giles (Richard Jenkins), un hombre gay que trabaja como ilustrador de publicidades. Ambos son los únicos seres que se entienden y que disfrutan pasar tiempo juntos. Son como una familia.
Su amiga en el trabajo es Zelda (Octavia Spencer), una mujer afroamericana que también es su intérprete de lenguaje de señas. Trabajan en un laboratorio secreto del gobierno, donde se realizan experimentos referentes a la carrera espacial. Estamos en plena Guerra Fría.
Al laboratorio llega un equipo de militares y científicos con un tanque gigante lleno de agua que contiene a una extraña criatura. El Coronel Strickland (Michael Shannon) quiere hacerle una vivisección a la criatura, mientras que el Dr. Hoffstetler (Michael Stuhlbarg) quiere mantenerlo vivo para realizar estudios.
Sin embargo, Elisa siente una inesperada atracción con la criatura, que es un anfibio antropomórfico. El Hombre Anfibio (Doug Jones en disfraz). Y esto devendrá en un romance fantástico.
La escenografía, la iluminación, los vestuarios, las composiciones del director de fotografía Dan Laustsen, rebosan belleza. Todo es turquesa, verde y azul, ya que el mundo en la Tierra es sólo la antesala del fondo del mar; con certeros toques de amarillo en los ambientes de personajes antagónicos, y de rojo en el vestuario de Elisa, para expresar sus transiciones emocionales.
La música es exquisita, al igual que el diseño sonoro general del filme, y abundan las referencias a otras películas. Pero lo bueno de La forma del agua es, bueno, eso, la forma: la estética, la intertextualidad, los colores, el sonido. La historia tiene una excelente premisa, pero no está manejada bien.
Empecemos por la mejor actuación de la película. Richard Jenkins interpreta a Giles lejos de todos los estereotipos. Tiene un ingenio, una sensibilidad y expresiones que son propias, y sentimos la angustia de un personaje que nació antes de su tiempo, o después. Sin embargo, nunca lo vemos como una víctima. Eso es lo que Jenkins y Del Toro consiguen, pero creo que esto se debe a que el guion le concedió a este personaje un buen desarrollo.
No podemos decir lo mismo de Octavia Spencer. Zelda posee una verborrea envidiable, capaz de armar una conversación y puntos de vista sobre cualquier cosa que se le ocurra. En sus palabras y el ritmo de éstas yace el carisma del personaje, quien está ahí para interpretar a Elisa (como Anna Paquin lo hacía para Holly Hunter en El piano [1993]) y generar las sonrisas que su amiga muda no puede a través del diálogo. Si Zelda es amiga de Elisa, también nosotros; si Zelda aprueba a Elisa, también nosotros. Puesto que, aunque no pueda hablar, Elisa carece de personalidad e ingenio, y es el punto débil del guion, algo muy malo para ser la protagonista.
Ella es solitaria, y se enamora del Hombre Anfibio, basado éste en el monstruo del título en Creature from the Black Lagoon (1954). Su romance se establece de la siguiente manera: ella lo va a espiar en la noche, cuando el laboratorio está vacío, le da huevos duros para que coma y le toca discos de vinilo. Y listo, nace el amor. ¿En serio? Hay que notar que esta secuencia es acelerada, son casi viñetas. Ni siquiera en una película de Disney el cortejo es tan veloz, y cuando lo es, no es con ninguna criatura de ninguna laguna negra.
Es aquí cuando me di cuenta de que a Del Toro la historia se le fue de las manos. Reemplaza el desarrollo de personajes por coincidencias extrañas, asumiendo que las vamos a aceptar, puesto que son naturales en los cuentos de hadas. Pero el personaje de Elisa no es arquetípico, al menos, no de la forma en que está planteada. No representa valores humanos concretos; sólo comparte el populismo de la diversidad con sus amigos.
Y éste es otro problema. La forma del agua, simplemente, establece que la diversidad es sana e inevitable en la sociedad. Claro. No obstante, en una narración fantástica, en un cuento de hadas adulto, tiene que haber una moraleja; es decir, la película tiene que llegar a esa conclusión, persuadirnos, y no empezar la historia restregándonos su declaración de principios.
La forma del agua tiene desarrollos de la trama forzados, raros, y excesivos. Los rusos, el racismo en EE.UU., la homosexualidad, citas bíblicas, el Hollywood clásico… Estos temas compiten entre sí para ver cuál de todos obtiene más espacio en el metraje. Me imagino que la película había funcionado mejor, de una forma más armónica y profunda, con una duración de tres horas, ya que su contenido no cabe en dos.
Las escenas de sexo son gratuitas e incómodas. Strickland pretende que su esposa es Elisa en la cama; pero esta perturbadora atracción sólo culmina en una escena horrible de acoso sexual en el lugar de trabajo, y nunca más se retoma. Del Toro no vio este posible triángulo amoroso como una oportunidad dramática, sino como un cliché que convenía más evitar. Habría sido bonito ver un romance arquetípico, sobre todo en una película de un director tan idiosincrásico como él.
Encima, el coronel tiene una herida que se va pudriendo más a medida que avanza el relato, como una metáfora de su maldad en aumento. La metáfora es prosaica, y la herida está mal vendada, pues Del Toro quiere que la veamos. La fealdad de su cine, tan estética y útil, es repulsiva aquí.
Los personajes heroicos se mantienen igual todo el tiempo, nunca cambian de maneras significativas. Les pasan cosas que los hacen gritar de impresión y luego reír, y después llorar y reír otra vez. Nos compadecemos por ellos, mas no crecen (excepto, quizá, por Giles). No es lo que estoy acostumbrado a ver de Guillermo del Toro, cuyos El laberinto del fauno (2006) y La Cumbre Escarlata (2015) son dos de sus mejores filmes.
La forma del agua quiere empaparse de la literatura de aquéllas, incorporando elementos obvios de La bella y la bestia y La sirenita. Están en la pantalla, como joyas en un escaparate que nunca se usarán.
El director ha dicho que ésta es su película más personal, y se lo concedo. Es suya y debe amarla. Mas yo, como espectador, tengo que responder con mis propios sentimientos, y siento que escribió un guion muy rápido y lo dirigió sin mucha autocrítica. Su identidad artística se apoderó de su fábula, aprovechándola para satisfacer sus caprichos de autor. El resultado es de una estética abrumadora y una premisa genial, pero de una narración atolondrada y no convincente. Es como si La forma del agua nunca hubiera salido de la escena inicial. Se quedó ahí, bajo el agua, luchando por no hundirse.
13 nominaciones, incluyendo Mejor Película y Mejor Dirección (Del Toro).