Sapo (2017) ganó el año pasado el premio a la Mejor Película de la Competencia de Cine Chileno en el Sanfic. No alcancé a verla durante el festival, pero tuvo un breve circuito de exhibiciones en centros culturales alrededor del país (Concepción incluida), y esta semana ha sido estrenada en cines comerciales.
Fernando Gómez-Rovira protagoniza el filme como Jeremías Gallardo, un tímido periodista que en 1979 llega a trabajar en Canal 12 (una evidente parodia de Canal 13). La dictadura está en su plenitud y los medios de comunicación de masas son controlados por los militares, y Jeremías empieza a desempeñarse como <<sapo>> de la inteligencia de Pinochet, delatando a compañeros. En 1985 le toca cubrir la ejecución pública de los psicópatas de Viña del Mar, y el filme nos muestra al hombre recordando su oscuro pasado mientras va desde la cárcel a la clínica donde su mujer está dando a luz.
La trama es, innecesariamente, excesiva; al final de la película la historia no llega a ninguna conclusión concreta, y uno se pregunta para qué el director se esforzó tanto en crear conexiones insólitas entre los personajes sin mayor propósito.
El diseño de producción es sobresaliente en cuanto a la atención al detalle de la época, y la escena de la ejecución de los psicópatas es impecable en actuaciones y montaje. También hay un lío amoroso que, pese a una conclusión chocante, se queda en su potencial debido a su mal desarrollo. Sapo tiene una estructura narrativa tan arbitraria, que tal debilidad la hace colapsar sobre sus escasas virtudes.
Sólo buenas intenciones
El director Juan Pablo Ternicier quiere hacer dos cosas en Sapo. Primero, experimentar en su narración, con los varios flashbacks que acosan a Jeremías en su ida a la clínica. Pero los flashbacks son muy breves como para que nos preocupemos por los personajes. Además, las escenas del periodista en el presente son igual de breves y, asimismo, plagadas de eventos desafortunados que opacan su terrible pasado, por lo que no hay un sentido de la relevancia de los tiempos narrativos que el filme utiliza.
Ternicier no sólo juega de una forma nefasta con un montaje inconexo, sino que incluso se salta el desarrollo de personajes, trocándolo por muecas, silencios, situaciones no cotidianas, y, cuando los hay, diálogos estrictamente expositivos; por lo que nunca podemos conocer a los seres humanos dentro de estos personajes de cartón. Si él quiere despreciar la política de Pinochet, está bien, pero no puede despreciar su propia narración.
Y en segundo término, Ternicier quiere manifestar su rechazo a la dictadura desdeñando las maniobras repulsivas de la prensa de entonces, y para esto utiliza la fealdad como su arma principal, haciendo que Jeremías, un personaje detestable de por sí, sea testigo de torturas, fusilamientos, decepciones amorosas, citas extrañas con el personaje de Aravena, etc. Y la guinda de la torta es que usa, además, la palabra <<sapo>> tanto de una forma literal (<<delator>>) como metafórica, para atacar el significado social de un personaje como el de Gómez-Rovira.
Sapo de cerámica
El director nos refriega su poesía de los anfibios, poniendo un sapo de cerámica en el baño donde Jeremías va a vomitar durante una fiesta, y mostrando al personaje de Aravena adolorida y quejándose por las contracciones por casi todo el metraje. Como intento de metáfora anatómica ésta es, a lo menos, bastante burda.
Se puede aceptar la fealdad y la vulgaridad en cualquier película, mas sólo si intentan hacernos sentir algo como espectadores. Sapo se queda en las buenas intenciones de experimento cinematográfico o sátira política o road movie. El espectador provocado, no siente empatía, alegría, ternura ni enojo. Tal vez enfocada en la comedia negra, Sapo habría podido funcionar, pero tal vez comunicar emociones sea muy convencional para Ternicier.
Jeremías es, en el fondo, la caricatura de un hombre tímido que se vuelve, debido a su timidez, un psicópata político y sexual. Sin embargo, hay un argumento sólido aquí en que Pinochet sabía que si todos eran psicópatas, sólo importaban los que aparecían en la televisión. Como los de Viña.
Y en cuanto a Loreto Aravena, me desconcierta que una actriz, quien además fue productora de esta película, acepte limitar su papel a escenas donde, literalmente, sólo se queja de dolor en su habitación de la clínica antes de parir.
Sapo es indignante por las razones equivocadas. Porque nunca había visto la dictadura usada de una forma tan gratuita en el cine, haciéndole un nulo favor a la dignidad de las víctimas y a la memoria nacional. Y también porque éste es el tipo de proyecto que se adjudica los fondos concursables de Corfo y el Cnca, sin contar uno de los premios principales del Sanfic. Si no había nada mejor compitiendo en dicho certamen, yo habría declarado la categoría desierta. Espera, ¿sólo dura 80 minutos? ¡Ajá, ahí está el mérito!