Cultura y Espectáculos

Café Marly

Por: Diario Concepción 28 de Octubre 2017
Fotografía: César Valdebenito

Por César Valdebenito
Escritor Penquista

En París llegamos al Café Marly en el barrio Saint Germain des Prés, por el que habían pasado muchos escritores: Le Clézio, Auster, Alice Munro, Don DeLillo, Isabel Allende, Tabucchi, Piglia, Murakami, Vargas Llosa, etc. Iba a una pequeña reunión de amigos, todos amantes de la literatura. Llegué con la escritora Gioconda Belli, conversando amenamente. Nuestros semblantes revelaban timidez y felicidad. Algunas personas observaban a un grupo de escritores latinoamericanos que, en un rincón, rodeaban una mesita, bromeando, golpeándose la espalda afectuosamente, riendo, hablando muy alto. Si caminaban entre las mesas para ir a la barra y se tropezaban con alguien se disculpaban con gran amabilidad, felices de estar allí, de respirar aquel aire, estrechando y besando manos, agradeciendo cualquier atención, preguntando los nombres de quienes les hablaban.

Gioconda Belli y yo nos sentamos con aquel grupo. Alguien dijo que en todos sus libros escribía siempre la misma dedicatoria a los desconocidos: “Si vas a montar una escena, por favor que sea porno” o “Con los ojos cerrados, pero con los sueños despiertos”. Una escritora dijo que su dedicatoria favorita era poner: “Mi pobre obra será arrojada a la arena como una pequeña y blanca virgen cristiana a los leones y tigres” o ponía aquella frase de Groucho Marx: “Si no te gustan mis principios, tengo otro”.

De pronto todos miraron hacia el pequeño escenario del café, el silencio se propagó por el lugar. Alguien susurró: “Es Naipaul y J. M. Coetzee”. Allí estaban aquellas viejas glorias literarias. Naipaul parecía un perfecto gentleman y Coetzee hacía gala de sus modos tan amables y aristocráticos. Se subieron al escenario. Voces entre el público: “Van a empezar, van a empezar”. La tensión flotó en el ambiente y se escuchó el repiqueteo del hielo y los vasos, los murmullos se fundieron en la nada. Los dos parecían simpáticos. Uno dijo: “Hoy por hoy al único que puedo soportar es a Shakespeare y Dante, los necesito cuando estoy muy feliz o melancólico”. El otro dijo: “Lo único malo de este vino −y levantó una copa− es que se bebe tan fácilmente”. Todos aplaudieron.

Tres horas más tarde, salimos del local. Comenzó a llover y poco después una tormenta rugía silenciosamente. Los granizos taladraban las calles enmudecidas. Subimos a un taxi, sonaba un jazz muy suave, algo de John Coltrane, seguida de una de Chet Baker y de Charles Mingus, cuando tocaban toda la noche superándose unos a otros.

 

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