Cultura y Espectáculos

Preferiría no hacerlo

Por: Diario Concepción 02 de Septiembre 2017
Fotografía: Carolina Echagüe M.

Por: Andrés Cruz

En 1853, Herman Melville publicaba “Bartleby, el escribiente”. Esto luego de la demoledora crítica que recibió por su extensa y críptica novela de aventuras “Moby Dick”. Esta nueva obra resultaba muy difícil de encasillar entre el relato breve o el cuento largo, que nada tenía que ver con hazañas o peripecias de algún héroe en altamar o en ninguna otra parte.

Es una historia que se desenvuelve en el seno de Wall Street, en una oficina que podría asimilarse a lo que hoy entenderíamos como una notaría pública o un despacho, cuyo giro principal era la redacción de contratos. El narrador es el propietario y jefe de dicho gabinete, que frente al aumento de la demanda de trabajo y a los nuevos desafíos profesionales que debe asumir, decide contratar a un empleado de apoyo, que le permita además hacer más llevadero y soportable la actitud y carácter de sus otros dos empleados (Turkey y Nippers), uno que resulta ser insoportable durante las mañanas, mientas que el otro lo es durante las tardes.

Dice: “En respuesta a mi aviso, un joven inmóvil se apersonó una mañana sobre el umbral de mi oficina, la puerta estaba abierta, pues era verano. Puedo ver su figura ahora: pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby”. Así, el advenimiento de este dependiente resultó ser en un principio grandioso. Era afable, efectivo, rápido y sumiso. Casi no se alimentaba y laboraba sin pausa hasta cumplir con lo que se le encomendaba. ¡El trabajador norteamericano ideal! Hasta que repentinamente, sin ningún motivo, así porque si, Bartleby decide cambiar drásticamente de actitud, o más bien, se transforma en una pura expresión verbal que repite ante todo lo que se le pide, no importa lo que sea.

Responde del mismo modo una y otra vez, aunque se trate de una amigable pregunta sobre su pasado, su presente o sus futuro, respecto de lo que pretende o no hacer ahora o alguna vez.

Sólo dice siempre, ante el desconcierto de todos: “Preferiría no hacerlo”. Lo que produce conmoción, luego va deviniendo molestia, amargura, incluso desesperación respecto del narrador, que es su superior, quien lo contrató y a quien se supone le debe obediencia. Luego, éste se vuelve furibundo.

¿Qué hacer con este sujeto, que incluso se niega a abandonar la oficina y no hace nada? Se le pide que se retire, que está despedido, que sino trabaja, no merece nada y él simplemente responde a todo: “Preferiría no hacerlo”. Con el transcurso del tiempo sin embargo, la sensación de molestia se transforma en empatía y compasión. El escribano antes se desempeñaba en la oficina de las cartas muertas del correo, aquellas que jamás fueron reclamadas, en el universo de las palabras perdidas que nunca encontrarán su destino, que se quedaron en el limbo, en la nada.

Deja de alimentarse, porque prefiere no hacerlo, y muere de hambre. Según Ricardo Romero: “En Bartleby no hay desesperanza porque no hay esperanza que falte. De la misma manera en que el marino al que se le ha metido el mar en los ojos ya no es capaz de sentir amor, odio o temor por esa inmensa extensión de agua, Bartleby se vacía de pensamientos, se reduce a esa perplejidad que es una de las formas más acabadas de la tristeza, a esa alucinada existencia que nos fascina con su pálido misterio y que parece no tener nombre. ¿Y por qué debería tener nombre un silencio tan maravilloso y terrible?”

Para el narrador, “nada exaspera más a una persona formal que una resistencia pasiva”, que es el llamamiento del autor, para decir NO cuando no se quiera hacer algo, para descubrirse como lo que somos y no vivir para satisfacer a los otros, sino que a nosotros mismos. Según Gilles Deleuze, esta es “la fórmula desoladora, devastadora, de que no deja nada en pie a su paso”. Preferiría no hacerlo, es una manifestación de la desobediencia civil pacifista, más efectiva que todas las bombas y revoluciones reunidas, más significativa que cualquier absurdo atentado, que representa el triunfo de aquella lucha permanente entre el hedonismo materialista y aquel espíritu y fuerza constante por evitar caer en la mera apariencia y ser puro contenido de vida.

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