Por: Joaquín Riffo
Cuando en 2015 se publicó “Becoming Steve Jobs”, una de las biografías del carismático cofundador de Apple, uno de los puntos que llamó la atención del libro fue una anécdota donde se devela el resentimiento que guardaba el californiano hacia el músico canadiense Neil Young, quien había levantado una cruzada en contra de la compresión del sonido en los nuevos formatos digitales, donde uno de los blancos obvios fue iTunes.
Según el texto, el creador del iPhone habría rechazado con gruesos epítetos una invitación a escuchar discos por parte del músico, una molestia que se justificaba por el nulo aviso de sus reparos antes de hacer públicas sus quejas. Cuando Jobs falleció en 2011, Young también se mostró intransigente en su postura: “Steve Jobs fue un pionero de la música digital, y su legado es enorme. Pero cuando regresaba a casa, sólo oía vinilos”. Otra página en el anecdotario de la estéril discusión sobre calidad de sonido y fidelidad.
En una era donde los formatos streaming se han masificado y pueden convivir con el revival del LP, el debate melómano debería abordarse desde el tema de la experiencia, que es al fin y al cabo, lo que nos convoca a escuchar música. El rito, ese acto ceremonioso que muchas veces se asocia con la acción de bajar el brazo de una tornamesa hasta que la aguja contenida en la cápsula haga contacto con el acetato, tiene su símil en esta época con el usuario que pasa horas seleccionando con cuidado la playlist con lo más interesante de los nuevos descubrimientos que el algoritmo de alguna plataforma digital le ha recomendado. Lo rescatable en ambos casos es lo que parecía haberse perdido en estos días: el darse el tiempo de escuchar música.
Esa experiencia no debiese depender de los recursos materiales de los que disponemos, aún cuando estos terminen incidiendo de una manera u otra en el producto final al que estamos accediendo. Pero las canciones siguen ahí, y su manera de afectarnos puede ser igual de una forma u otra. En tu adolescencia te puede haber llegado un casete mal grabado o un CD con algunos tracks menos –qué lamentable ambas situaciones- pero no te dejó de gustar por ello, en especial si es que aún no eras consciente de lo que te estabas perdiendo.
Apelo entonces al ejercicio de reivindicar primero el rito antes que el formato, la predisposición antes que la urgencia y en especial, el goce que produce el ensimismarse en un disco a la costumbre vacía de dejarlo sonando de fondo mientras me concentro en algo más.