"Los estúpidos están en todas partes, formando una mayoría aplastante. Y creo que eso no es motivo suficiente para que manden sobre los demás. Oíd: la mayoría tiene la fuerza, pero no la razón", afirmó el célebre escritor noruego del siglo XIX.
"Los estúpidos están en todas partes, formando una mayoría aplastante. Y creo que eso no es motivo suficiente para que manden sobre los demás. Oíd: la mayoría tiene la fuerza, pero no la razón", afirmó el célebre escritor noruego del siglo XIX.
Ana María Gutiérrez Suárez
Profesora de Literatura
¿Fue Henrik Ibsen Un enemigo del pueblo? Si por pueblo entendemos aquello que él denominaba "una masa amorfa" regida por "verdades disecadas" y "creencias heredadas de sus antepasados", intuiremos, ya por la sola utilización de estos epítetos, que sí. Sin embargo, Ibsen es, ante todo, uno de los padres del teatro moderno y tanto las nuevas estructuras narrativas por él introducidas como las temáticas abordadas, consideradas escandalosas en su época, continúan vigentes hasta nuestros días. Con justicia, Jorge Luis Borges afirmaba: "Henrik Ibsen es de mañana y de hoy. Sin su gran sombra el teatro que le sigue es inconcebible".
Pero volvamos a los inicios. Nacido en 1828, este poeta y dramaturgo noruego comienza su producción literaria a la luz del movimiento romántico imperante en Europa y los temas son, por tanto, de corte histórico, folklórico, fantástico. De esta época son Catilina (1850), La señora Inger de Ostraat (1855), Los pretendientes de la corona (1863), entre otras obras que no tuvieron mayor éxito.
Es a partir de Brand (1866) que su carrera empieza a consolidarse y su estilo a girar hacia el Realismo, al principio de corte social, posteriormente psicológico y finalmente con elementos del Simbolismo. Esta pieza es también la precursora de un motivo que acompañará toda la obra ibseniana posterior: la tensión entre el ideal y la realidad.
En el caso de Brand, el ideal es religioso, pues el protagonista, un fervoroso pastor protestante, llega a inmolar a su familia en pos de su celo apostólico: "¡Humano! Ese es el grito de guerra, la palabra que permite la cobardía. En ella se envuelven todos los débiles, la acatan todos los flexibles", exclama Brand. "Dios no es tan duro como mi hijo", susurra su madre en el lecho de muerte.
Más adelante, en Casa de muñecas (1879) y Espectros (1881), Ibsen se adentra en la intimidad familiar para mostrar cómo se plasman en ella los valores impuestos por la sociedad y cuáles, a la larga, tienen mayor primacía.
La primera describe al inicio un hogar en apariencia perfecto, cuyos integrantes cumplen a cabalidad lo que se espera de ellos y son felices. Helmer, probo abogado que ha logrado, después de un período de dificultades económicas, obtener un importante puesto en el Banco. Nora, su encantadora esposa, lo adora y vive para agradarlo. Pero con la aparición de Krogstad, un personaje que encarna todo lo que la sociedad condena en un hombre, un incidente del pasado se revela, destruyendo este "paraíso doméstico". Helmer opta por el ideal de la honra y el buen nombre antes que por la defensa de Nora y ésta, al abrir por fin los ojos después de una existencia inconsciente, abandona "sus deberes más sagrados", los de madre y esposa, para enfrentar la realidad y dedicarse a unos "aún más sagrados": la búsqueda de sus propios ideales y certezas.
Disectando la moral
Tras la publicación de Casa de Muñecas, las críticas no tardaron en aparecer. Considerada una obra escandalosa que socavaba los fundamentos de la familia y, por ende, de la sociedad, su desenlace fue alterado en diversos montajes para preservar así los valores tradicionales. Esto explica en parte la posterior aparición de Espectros, pues si bien la trama es distinta, en ella no deja de resonar, indirectamente, la pregunta: ¿qué pasaría si Nora se hubiese quedado o regresado?
La obra comienza con los preparativos de Elena Alving para la apertura de un hospicio en memoria de su marido, muerto hace algunos años y miembro muy respetado y querido de la comunidad. Lo que nadie sabe es que el Capitán Alving llevó siempre una vida de excesos, razón por lo cual su mujer lo abandonó al poco tiempo de casados.
Sin embargo, el Pastor Manders, amigo de la familia, la instó a regresar, pues "una mujer no está autorizada para erigirse en juez de su marido y su deber [es] soportar humildemente la Cruz que la Voluntad Suprema estimó oportuno enviarle".
Ella obedece y consagra su vida al cuidado del Capitán y a la preservación de su buen nombre hasta incluso después de su muerte. Sin embargo, a medida que avanza la trama, Manders va comprendiendo las consecuencias que sus consejos han tenido en Elena: una existencia de penurias, humillaciones, mentiras e incluso la separación de su único hijo, renuncia suprema para resguardarlo de su padre y preservar así el amor filial. Cabe entonces preguntarse: ¿valió la pena inmolar la verdad en el altar del ideal? A cada lector su respuesta.
Espectros pútridos
Si Casa de Muñecas fue un escándalo, Espectros fue "una obscenidad". Los principales diarios europeos colmaron sus páginas con expresiones como "el triste y hediondo mundo de Ibsen", "grosera falta de decoro casi pútrida", "una cloaca abierta". Estas reacciones y, probablemente, el uso de tales imágenes, sirvieron de inspiración para la pieza teatral citada al inicio: Un enemigo del pueblo (1883). La historia es en apariencia simple: un médico, Thomas Stockmann, descubre que el balneario de su ciudad está contaminado por aguas residuales, lo que pone en riesgo a todos quienes accedan a ellas, por lo que insta a las autoridades a clausurarlo.
El problema es que este enclave constituye la principal fuente de ingresos del lugar, de modo que sus habitantes se oponen a ello. Pese a que la negativa obedece a criterios netamente económicos, para no ser tachados de simples mercantilistas los miembros de la comunidad erigen un discurso en pos de los valores de la democracia y de "la sólida mayoría liberal", acusando al protagonista de ser contrario a ellos por pertenecer a la clase alta, fuente de la auténtica corrupción.
El doctor Stockmann denuncia entonces esta hipocresía con más fuerza aún que con la que denunciara antes la contaminación de las aguas: "Espero que ustedes me concederán que los estúpidos están en todas partes, formando una mayoría aplastante. Y creo que eso no es motivo suficiente para que manden los estúpidos sobre los demás. Oíd: la mayoría tiene la fuerza, pero no la razón. Tenemos la razón yo y algunos otros. La minoría siempre tiene razón".
Por minoría no se refería él a una de tipo socioeconómico, sino a la "aristocracia intelectual", que lucha "por las nuevas verdades, demasiado nuevas para que la mayoría las comprenda y las admita". Esta obra resulta, por tanto, especialmente interesante al cuestionar los fundamentos de los ideales: ¿son ellos auténticos u obedecen a intereses personales de quienes los proclaman? Si los acatamos, ¿lo hacemos porque verdaderamente creemos en ellos o porque lo dicta la mayoría? Y, finalmente, si nuestros ideales personales se oponen a los establecidos, ¿cuánto estamos dispuestos a sacrificar para continuar viviendo acorde a ellos?
Mentiras y felicidad
Al año siguiente, Ibsen da una vuelta de tuerca al asunto con su nueva obra: El pato salvaje (1884). Con una trama más intrincada que la anterior, esta pieza cuestiona los límites de los ideales personales al ser confrontados a las realidades ajenas. La historia se centra en la familia Ekdal, constituida a partir de situaciones irregulares y engaños del pasado, pero en la que, sin embargo, sus miembros son felices.
La calma se rompe con el retorno de un antiguo habitante del pueblo, Gregers Werle. Hombre de gran rectitud moral y orgulloso de ella-, al descubrir los secretos de los Ekdal se propone como "misión en la vida" enfrentarlos a la verdad, pues cree que sólo así podrán redimirse y ser realmente felices. Esto, por supuesto, tiene consecuencias catastróficas para la familia, pues lo que él no comprendió fue que "si le quita la mentira salvadora a un hombre vulgar, sus quimeras, le extirpa también la felicidad".
Werle constituye, por tanto, lo que Bernard Shaw denominó un "villano idealista", es decir, aquella persona cuya fidelidad a ultranza a algún principio resulta destructiva. Y, en palabras de Relling, el personaje que sirve de contrapunto para el protagonista: "La vida podría ser bastante soportable si nos dejaran en paz esos malditos acreedores que vienen a golpearnos la puerta, en medio de nuestras miserias, exigiendo que se les pague en nombre de no sé qué ideales".
Antes de concluir, quisiera referirme brevemente a una obra del último período de Ibsen, La dama del mar (1888). Si en las anteriores hemos visto la tensión e incluso disociación entre el ideal y la realidad, en ésta podemos encontrar una integración de ambos conceptos a partir de la libertad interior. Ella es la que permite a sus protagonistas, Wangel y Ellida, transitar entre los distintos tipos de ideales y determinar cuáles se ajustan a la realidad que ellos quieren construir, despojándose así tanto de arquetipos tradicionales como de quimeras irrealizables. Como diría Ellida: "Sí, ( ) mi fiel Wangel, ahora seré tuya. Ahora puedo, porque ahora vengo a ti libre, voluntariamente, como un ser responsable de sus actos".
¿Por qué continuamos fascinándonos con el "inmoral" de Ibsen? Quizá precisamente por eso, por su inmoralidad, entendida ésta, según Bernard Shaw, como "una conducta que no es conforme a los ideales del momento". En efecto, nuestro dramaturgo confronta y cuestiona estos ideales. No los destruye, sino que rompe con el maniqueísmo y nos compele a nosotros, lectores, a hacer otro tanto. Sí, todos tenemos ideales, impuestos o no, y también en cada uno de nosotros habita una realidad propia, que se ve confrontada, a su vez, con la de los otros. ¿Cómo conjugar todo esto? Ibsen plantea la inquietud y he ahí, entre muchos otros aspectos, su mérito. Sin embargo, nuevamente, a cada lector su propia respuesta.