En plena Guerra Fría, él se jugó su carrera defendiendo a los perseguidos políticos en los grandes estudios.
En plena Guerra Fría, él se jugó su carrera defendiendo a los perseguidos políticos en los grandes estudios.
Francisco Bañados Placencia
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Cuando nací, hace 41 años, Kirk Douglas ya era viejo. Con seguridad, fue el primer actor de Hollywood que conocí, al menos de nombre, porque mi mamá siempre me decía: "tienes el hoyuelo de Kirk Douglas". Claro está, en ese tiempo no era precisamente un actor de moda. Participaba en pocos rodajes y sus últimas producciones pasaban sin pena ni gloria por la taquilla y la crítica. Poco importaba, porque a estas alturas, Kirk ya lo había hecho todo y era, en propiedad, una leyenda viviente de Hollywood.
Muy atrás habían quedado los días en que Issur Danielovitch Demsky, hijo de inmigrantes judíos rusos nacido el 9 de diciembre de 1916, pasaba pellejerías en las calles de Nueva York para sobrevivir y para ayudar a su madre y sus 6 hermanas. O de aquellos días en que convenció al decano de la St. Lawrence University de que le permitiera estudiar Bachillerato en Artes, a cambio de sus servicios como jardinero.
Y sin embargo, el espíritu indomable de la juventud seguía ahí. El mismo que lo había llevado a aceptar complejos papeles que le valieron una nominación al Oscar, como "El ídolo de barro" (1949), "Cautivos del mal" (1952) o "El loco del pelo rojo" (1956), esta última, su aclamada interpretación del pintor holandés Vincent van Gogh.
No resulta fácil graficar el carisma de Kirk Douglas para quien no ha visto sus películas. Lucy Neira, actriz del TUC, intenta hacerlo. Para ella, más que un buen actor, lo que hacía especial a Douglas era su magnetismo en la pantalla grande: "Él lucía interpretando a héroes, a grandes personajes en historias épicas… atrapaba al espectador con su presencia. Cuando el estaba en escena, sólo veías a Kirk Douglas. Nació para ser una estrella de Hollywood".
Pero la dimensión épica no solo quedó circunscrita a sus películas. En pleno apogeo del macartismo y de la persecución anticomunista en los grandes estudios, él se jugó su carrera defendiendo a los perseguidos. En 1960 convenció a Stanley Kubrik para que Dalton Trumbo, guionista en la lista negra, escribiera el guión de Espartaco bajo un pseudónimo.
Hollywood mantuvo por décadas una deuda con él, que sólo comenzó a saldar en 1996, cuando la Academia le entregó su primer Oscar por los logros de su vida. Hoy, nuevamente, se postra a los pies del último guerrero, no para despedirlo, sino para brindar por él y por el primer siglo de un gigante.