El cierre indefinido revive una serie de recuerdos nostálgicos y emotivos. Desde su inauguración empleados y sus familias vivieron una profunda conexión con la emblemática siderúrgica que, desde Talcahuano, definió parte de la historia industrial de Chile.
Por Christian Kairies Gatica
Todo partió en 1950; ese año la Compañía Siderúrgica Huachipato realizó su inauguración y posterior puesta en marcha, tras la creación de la Compañía de Acero del Pacífico S.A. en 1946 y la construcción del Terminal Marítimo CAP en 1948. Su capacidad de producción inicial fue de 182 mil toneladas de acero líquido al año.
“Chile inició un incipiente desarrollo industrial a finales del siglo XIX (…) Se pensaba que era fundamental tener una acería, una empresa siderúrgica, para que el país contara con los metales necesarios para los ferrocarriles, para la industria, pero era muy difícil poder levantarla”, explicó Armando Cartes, doctor en Historia y docente de Universidad de Concepción.
El historiador explica que fue primero en Corral, en la región de Los Ríos, a principios del siglo XX, donde se pensó la idea de construir una siderúrgica, proyecto que operó con dificultad por algunas décadas y finalmente fracasó. Así, después de la Segunda Guerra Mundial, en el año 1948, cuando estaban en boga las ideas del desarrollo industrial como una clave necesaria para el desarrollo de los países, Chile se decide a tener una industria como la CAP.
Por consiguiente, con apoyo norteamericano, “se hicieron estudios para ver cuál era el lugar más adecuado y finalmente fue la Bahía de San Vicente, con su capacidad portuaria, con los terrenos disponibles, con los recursos humanos y naturales, el lugar seleccionado y para su construcción, entonces, con apoyo de crédito norteamericano y técnicos e ingenieros de ese país, se trabajó arduamente para levantar esta empresa, que fue realmente emblemática”, detalló el también director del Archivo Histórico de Concepción.
Es así como en 1950 se dio puesta en marcha a una de las empresas más significativas en el Biobío, que proporcionó incontables trabajos a lo largo de su historia y, además, vio crecer a diversas familias que formaron parte de la gran comunidad que daba funcionamiento al recinto.
Cartes explica que varias generaciones hicieron su vida en torno a la usina, como ocurría en esa época del llamado paternalismo industrial, en que la industria apoyaba todas las manifestaciones de la vida y la cultura, la educación, la salud, la vivienda, por eso fue una empresa tan importante y emblemática.
El reciente cese de funciones de Huachipato ha suscitado una reflexión profunda sobre el impacto de la industria en las vidas de quienes la rodean. Para muchos, el cierre de la planta es más que el fin de una era industrial; es la pérdida de un vínculo emocional con un pasado que definió sus vidas.
Tal es el caso de Carlos Oyarce, que llegó con solo cinco meses de edad, con su hermana de 5 años y sus padres, Carlos René Oyarce y María Graciela Sandoval, desde Rancagua a la empresa Huachipato en 1950, en tiempos de su inauguración y puesta en marcha.
Específicamente, Carlos llegó al campamento de Huachipato, que también era conocido como campamento “CAP”.
Este lugar era un campamento obrero que estaba ubicado justo al lado de la siderúrgica. A muy poca distancia de la playa de la Bahía San Vicente, estaba formado por pabellones de madera que ofrecían unas condiciones de vida rudimentarias.
La vida en este campamento era necesaria porque, mientras evolucionaba la empresa, se construían al mismo tiempo sectores residenciales como el de Las Higueras, en Talcahuano, que estaban específicamente pensados para los trabajadores de la empresa. Por eso, en ese proceso los mismos debían residir en él de forma provisional.
“La vida era muy comunitaria, porque las viviendas estaban pegadas. Entonces, uno hasta escuchaba lo que pasaba en las casitas o piezas del lado, porque era un solo pabellón (…) Todo funcionaba así porque no había gente de otro lado, era todo huachipatino”, dijo Oyarce.
La vida en el campamento era una experiencia de cercanía y comunidad. Las viviendas, aunque precarias, fomentaban una convivencia estrecha y un sentimiento de pertenencia entre los vecinos, tanto así que los más pequeños no perdían su imaginación para divertirse.
“Eran varios juegos los tradicionales de ese tiempo: jugábamos a “las bolitas”, al “pique”; con un clavo grande que aplanábamos en las vías férreas, al “tombo”; una especie de béisbol (…) Y también juegos como la carrera de cien metros planos, la garrocha, que yo me quebré saltando la garrocha en el campamento a los ocho años. Me quebré un brazo porque quise ganar”, dijo Carlos entre risas de nostalgia.
Pero esos no eran los únicos recuerdos que a Oyarce le llenaban de nostalgia, también estaban las numerosas “pichangas” y los preciados regalos que recibía por parte de la empresa en épocas navideñas.
“Los grupos grandes de niños (…) Nuestras pichangas eran de por lo menos unos quince por lado (…) Y también en la empresa, hasta los doce años, un regalo de navidad a cada niño. Entregaban una pequeña lista y uno escogía el regalo, yo todos los años escogía pelotas de fútbol, así que las pichangas del barrio llegaban siempre con una pelota mía”, dijo con emoción.
La empresa era tan grande que permitía la creación de campeonatos de fútbol a nivel interno entre las secciones de la empresa. Es más, fue tan así que los mismos jugadores del club Huachipato de la época, que entonces jugaban en el campeonato regional amateur, eran a la vez trabajadores de la siderúrgica.
“Esos jugadores eran trabajadores de Huachipato. Los contrataban porque eran buenos para la pelota e integraban el club, pero también vivían ahí en el campamento; eran vecinos nuestros (…) Entonces a los cabros chicos nos ponían al arco y nosotros participábamos en los juegos, en los entrenamientos (…) Y por eso también el amor a la camiseta”, comentó Oyarce.
Entre el fútbol y la playa, los más pequeños siempre se las buscaban para entretenerse, los veranos se pasaban nadando en San Vicente y, en tiempos “bonitos”, los niños iban a estudiar a la playa desde temprano.
“Con nuestro cuaderno nos sentábamos en alguna piedra y leíamos y leíamos (…) Era tan distinto, que habían cardúmenes de peces, ahí a la orilla del mar, entonces a veces estábamos estudiando y pasaban los cardúmenes de sierra (…) Dejábamos el cuaderno botado y corríamos a sacar alguna sierra.
A veces teníamos éxito (…) Yo recuerdo que una vez llegamos con una sierra tan bonita a la casa y mi mamá nos ordenó ir a botar la sierra (…) No se podía, no porque el mar estuviera contaminado, el mar era limpiecito, sino porque, van a estudiar o van a pescar”, dijo Carlos entre risas nostálgicas.
Esos y muchos otros recuerdos venían a la mente de este emblemático periodista local cuando era consultado por su vida en Huachipato, cuestión que, no cabe duda, se repite con otros trabajadores con historia en la empresa. El ambiente era tal, que gran parte de las actividades se realizaban en comunidad, por no decir todos participando.
“Nosotros los niños íbamos a la primera estación que estaba saliendo de la industria al campamento (El Arenal), y ahí esperábamos a los papás (…) Un montón de cabros chicos esperando a los papás, el abrazo y para la casa (…) Esa comunicación es difícil ahora con cómo está el mundo. La empresa era todo, todo giraba en torno a la empresa”, dijo con melancolía.
Por último, Carlos explicó que después del terremoto de 1960 se tuvo que desarmar el campamento Huachipato y se extendió el terreno de la usina hacia San Vicente y “ahora está todo cercado, desapareció el campamento, no quedan rastros de eso”.
Afortunadamente, los trabajadores de ese entonces pudieron ser reubicados en los sectores residenciales que se habían terminado, como fue el de Las Higueras y otros más. Así, el campamento Huachipato daba fin a todo el calor proporcionado por su comunidad.
Luego de tantas memorias, solo queda esperar que Huachipato pueda levantarse de este proceso que lleva años arrastrando su decadencia. La competencia, sin duda, no ha sido fácil y es casi inevitable.
“La crisis que atraviesa la empresa, que ha tenido ya muchos episodios a lo largo de los años, el más reciente vinculado al acero chino, pero antes lo fue con el acero turco y con el mexicano, demuestra la complejidad de competir en el mundo actual con empresas gigantes de países poderosos, que logran economías de escala y suelen subsidiar sus producciones”, comentó el historiador Armando Cartes.
Asimismo, aseguró que esta vez la situación es aún más grave, por la situación económica general. “Nuestro país está creciendo muy poco; la construcción también muestra una cierta detención, así que se ve que la complejidad de la situación tiene muchas causas; esperemos que no sea irreversible”, dijo.
Finalmente, Carlos Oyarce, ahora con 74 años de edad, recordó su infancia y todos los momentos que pasó ligado a la empresa: “Una pena por esta historia, una pena también por la región y por el país. Por el país que pierde uno de los pilares del desarrollo (…) Todavía quedan recuerdos, todavía quedan personas (…) Muy emotivo, así que espero que por el país haya algún tipo de solución o podamos salir del paso (…) A todos los trabajadores, un abrazo grande, el país les agradece”.