
Estamos en pleno verano, algunos disfrutando de vacaciones y otros regresando, por lo general, estamos tranquilos, relajados y disfrutando de la familia y amigos. De inmediato recuerdo el ranking de la felicidad, realizado a inicios del 2017, que situaba a Chile como el país más feliz de Sudamérica y entre los 20 países más felices del mundo.
Por otro lado, nos ubicamos por sobre el promedio mundial en depresión y según la Organización Mundial de la Salud, uno de cada cinco chilenos sufre de esta enfermedad. Algo no cuadra ¿no? ¿Cómo podemos estar entre los países más felices del mundo y tener una altísima tasa de depresión? No parece haber una sola respuesta a esta pregunta, pero las voces de alarma se han disparado en profesionales de la salud mental, y no sólo ellos, que ven cómo una sociedad completa no ha podido traducir una aparente mejor calidad de vida y estabilidad social, en efectiva felicidad en sus vidas.
¿Si todos los índices de pobreza, educación, salud, acceso a servicios, transporte y calidad de vida en general han mejorado en el país después de la vuelta a la democracia, qué se está quedando afuera en el análisis para explicar estos índices de depresión y frustración general?
Desde niños, nos enseñan a competir, ser los mejores en el colegio, tener buenas notas, destacar en algo, nos comparan y se ejerce una gran presión al llegar a cuarto medio, obtener un puntaje PSU que permita cumplir el sueño (muchas veces de los padres) de ir a la Universidad, generando un enorme estrés y gran decepción en los miles de adolescentes que no logran cumplir con las expectativas.
En el ámbito profesional, hay una gran inequidad salarial, ubicándonos en el tercer puesto según la OCDE en brecha salarial entre hombres y mujeres. Incluso para los millenials, existe frustración respecto a las condiciones laborales. Tener una vida tranquila no es una quimera, pero muchas veces se trunca por falta de oportunidades, inequidades e incluso en el trato con nuestros pares, que muchas veces no permite seguir avanzando profesionalmente.
Para muchos la felicidad se ha traducido en tener, no solo lo que hoy en día se podría considerar básico (casa, auto, electrodomésticos, entre otros), pero lo mejor o el último modelo de … Por tanto, al no tener los ingresos suficientes, subsanamos esta frustración utilizando la gran oferta de tarjetas y créditos que nos ofrecen diversas bancas, lo que conlleva a que en la mayoría de las familias destinen un 70% de sus ingresos solo al pago de la deuda. Sí, en el corto plazo nos podremos sentir satisfechos, pero a medida que pasa el tiempo el grado de endeudamiento nos agobia y ahoga, y nuevamente, caemos en la frustración.
Nos hemos creado una sociedad en la que el éxito se mide por lo que se tiene, que idealmente se obtenga de manera rápida y fácil, sin grandes esfuerzos. De ahí la imagen del chileno promedio “exitoso” arriba de una SUV, cargado de bolsas del mall, reloj aparatoso y celular que sólo usa para redes sociales y una que otra foto. En un mundo donde la imagen y las apariencias parecen ser lo más relevante para destacar frente al resto, nos hemos perdido en esta vorágine consumista sin sentido, y lo peor, es que esta forma de vida también ha permeado a las generaciones más jóvenes, donde los índices de depresión también se han disparado. No tengo una respuesta única o un camino claro por dónde ir, sólo que haciendo lo mismo que hacemos hoy, como sociedad, claramente no seremos más felices.
Sofía Valenzuela Águila
Doctora en Bioquímica.
Investigadora Centro de Biotecnología.
Universidad de Concepción
Gentileza de www.LaVentanaCiudadana.cl