Señor Director:
Existe un vocablo que durante mucho tiempo se usó como un título honorífico, casi nobiliario, pero que hoy la contingencia lo ha vuelto tan anacrónico que al emplearse más parece una ironía, cuando no una burla: me refiero al vocablo “honorable”, utilizado para introducir y realzar la jerarquía moral del parlamentario.
No es mi afán insistir en lo que la casuística ha terminado convirtiendo en paradoja, sino recuperar el sentido original del vocablo en el contexto del distinguidísimo uso parlamentario. ¿De adonde viene entonces, el honorable? Claro, del latín honoris (honor), pero la relación más directa tiene que ver con el derivado ad honorem, que se traduce en por honor; es decir, sin recibir más pago por esa función que el honor de desempeñar tal dignidad.
A finales del siglo XIX se eliminó el carácter ad honorem de la función parlamentaria, por considerarse que atentaba contra el proceso democratizador, y que no era justo que sólo los que pudieran vivir de sus rentas, estuvieran en condiciones de ejercer el mandato popular de diputado o senador. Y de ahí el estipendio, llamado desde entonces “dieta”, un visible eufemismo que tal vez busca camuflar un sentimiento culposo.
Hoy, cuando se cuestiona tanto la calidad legislativa como la retribución pecuniaria por el servicio prestado, tal vez valga la pena actualizar los vocablos: uno por incompleto, el otro por excesivo. Algo de realismo en el lenguaje no le viene mal a nadie. Al menos así se evitan los shocks de expectativas.
Herta Maldonado
Profesora